Bad Muskau                                                                            abril, 2015

 

Los sorbios (Die Sorben) son un pueblo eslavo occidental. Viven en Alemania desde hace muchos siglos, en los estados de Sajonia y Brandenburgo, manteniendo desde entonces idioma y tradiciones.

En la ciudad fronteriza de Bad Muskau, entre Polonia y Alemania, compré este huevo de Pascua pintado por ellos. Llegué a ese lugar montada en un tren, usado en un pasado no tan remoto para transportar carbón. Por primera vez en mucho tiempo, los 2 grados bajo cero de una primavera teórica no hicieron mucha mella en mí.  De pie, sostenida de una baranda, veía todos esos abedules que tantos ojos observaron en los últimos cien años y pensé en el horror y en la esperanza que por allí habrían pasado, a través de esos mismos rieles quizás. Me detuve por unos instantes en la vida que continuaba a mi alrededor, imbatible e imperturbable dentro de los gritos y en las risas de los niños, en las familias que comían pasteles, tomaban fotos y hacían picnics, sin detenerse mucho a pensar si nevaría o llovería nuevamente en los próximos 15 minutos. Sacaban sus manteles, se sentaban en la grama sin muchos miramientos y a abrir la cesta se ha dicho. La vida es ahora.

La gente del este alemán es gentil, colaboradora y en general sonríen a la menor provocación. Sabrán quizás lo importante del eterno presente, después de haber atravesado tantas guerras, muros, miedos y absurdos.

Luego de casi una hora de viaje, al llegar a Bad Muskau, me sorprendí con muchas cosas: un mercado polaco que para mi alivio y asombro se parecía a todos los mercados fronterizos del mundo, un palacio construido por el príncipe Pückler Muskau, explorador, paisajista, escritor, combatiente de guerras con más de 80 años, adorador de las piñas y creador de un parque que es patrimonio de la humanidad. Me admiré al sentir, después de muchos días grises, un sol frio, brillante y casi indomable de verdadera primavera. Me impresionaron además, las artesanías de los sorbios.

La celebración de Pascua al día siguiente me empujó a la experiencia caleidoscópica de escoger una de las maravillas que veía, mientras mis ojos se perdían encantados entre las filigranas ordenadas y multicolores estampadas sobre esa superficie perfecta  y misteriosamente equilibrada que simboliza vida nueva, la que no tiene fin, la que resucita porque nunca murió y se recuerda espléndida a través de un gran Maestro, luego de un sábado de gloria.

Me detuve entonces en la idea de que así es la vida que deseo para los míos, los  más o menos cercanos, como esos símbolos de Pascua; una existencia auténtica, una trama interminable, sin dobleces innecesarios, multicolor y quizás compleja, como casi todos los seres, pero alejada del caos gratuito, del miedo infundado, de la fealdad desatinada y de la mentira; una vida que asume su capacidad  creadora y la ejercita, engranando las diferencias y engarzándolas con sentido, cariño, respeto, pulso firme y belleza, alejados de la pobreza interior.

 

Feliz domingo de Resurrección para todos.

 

Nahir Márquez

 

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