Guaicaipuro y la reina de las frutas
diciembre, 2020

 

—Vamos a ver, mi amor, ¡mira lo que tengo aquí para ti!

Y con dos manos pequeñas y primorosas, de uñas impecables y pintadas de rojo cereza, me ofrecía apenas llegar un dulcísimo níspero, una parchita fragante.

Y a ti, mi corazón, ¿¡qué le damos al niño!?… ¿quieres esta fresa, mi cielo? Está jugosísima ¡y mira qué brillante!

Y mientras nos veía a mi hermano y a mí comer tímidamente la fruta, nos hacía un guiño tierno, una caricia en el rostro, nos alcanzaba una servilleta y le decía a mi papá: “¡Pero señor Márquez, estos niños…cada día más guapos!”.

La  cornucopia gigante y colorida de la fachada nos recibía. Era la antesala del encuentro que se daba cada sábado por la mañana, cuando acudíamos a nuestra cita semanal con una reina: la  señora Pasita, en el mercado Guaicaipuro.

Llegábamos en el lustroso Mustang de mi papá (color crema con asientos de cuero vino tinto); y nos bajábamos en ese terminal de la abundancia caraqueña. Cada quien salía de aquella “nave” a duras penas, porque como mi papá era pavo (*),  insistía en que su carro fuese deportivo. Mi hermano y yo nos turnábamos el asiento de atrás, de donde salir era invariablemente una pesadilla. Siempre terminaba uno dándole la mano al otro para sacarlo a la fuerza de aquella modernidad de dos puertas.

El mercado parecía un palacio del renacimiento. Diferentes áreas, “salones” monumentales y únicos, unidos todos en un solo espacio y con un mismo fin: proveer de manera natural y sencilla lo que Venezuela pedía y daba: una variedad inusitada de productos y detalles propios y venidos de más allá de los mares. Todas esparcían olores, voces, un ánimo tranquilo y laborioso, rumores de máquinas, risas, vida. La acústica del lugar es lo primero que recuerdo. De techos altísimos y sinuosos, aquel enorme espacio verde agua, abrazaba y transmitía millones de sonidos, ruidos tranquilos y enérgicos llenos de un dinámico afán.

Todo me gustaba de aquel lugar, pero mi espacio favorito era el de la señora Pasita, el reino de las frutas, el más elegante y simple, el que era diferente a todos, donde nos sentíamos dueños de algún aromático planeta. Para llegar a él se subían dos escaleritas; y allí, caminando sobre plataformas de listones de madera y viendo desde lo alto los demás puestos y la inmensidad del mercado podíamos recorrer neveras y guacales perfectamente organizados, con todas las frutas y colores del mundo.

Después de habernos comido nuestro regalo de bienvenida seguíamos curioseando todos aquellos tesoros o, en ocasiones, mientras mi papá escogía la compra de la semana,  bajábamos del reino frutal y nos dirigíamos al  dominio de las empanadas, donde yo luchaba entre elegir una de pollo o una de queso, tomarme una avenita y escapar de la mirada  eventual de mi mamá, quien entre dulce y regañona comentaba: “Jmm…ya tú desayunaste en la casa…”. Por supuesto, de vuelta de las empanadas, ya nuestra anfitriona nos estaba esperando con el regalo de despedida: otra fruta.

—Vamos a ver, mi amor—le decía cada sábado a mi hermano, inclinándose hacia él cariñosamente− ¿qué te doy como despedida?, ¿qué quieres? Que va a pasar una semana y no te voy a ver… tiene que ser algo especial. Mira, ¡aquí lo tengo!: estas ciruelas de huesito están rojitas y estupendas, te van a encantar.

Yo enloquecía con las cerezas que venían de Chile, envueltas en unas bolsitas de maya roja y que me encantaba mezclar con el sabor de las nueces. Esperar hasta diciembre para comerlas era el único requisito. Cuando llegaba ese momento, Pasita ya no me preguntaba qué quería, sino que me esperaba con mi soñado manojito de cerezas púrpura. Sin palabras me sonreía; y viéndome con sus ojos de miel clara me pellizcaba el cachete mientras decía: “¡Ay!, que ya llegaron las que le gustan a la niña”.

Había nacido en Galicia. De figura corpulenta, caminar apresurado y pasos cortos, Pasita era vitalidad y suavidad puras. Llevaba  el cabello oscuro, siempre recogido en un moño muy elaborado, vestidos camiseros, su nariz era hermosísima, ojos apacibles y luminosos; y una sonrisa perfecta en la que brillaba un pequeño diente de oro. Se pintaba invariablemente los labios de rojo; nunca la vi sin sus chinelas negras.

Su marido se llamaba Valentín, al igual que su único hijo. Era un gallego fuerte y silencioso de cabellos rojos, ojos azules y perdidos. Él hacía el trabajo pesado de comprar, buscar y ordenar la mercancía. Nunca lo escuché hablar.

En algún momento, dejamos de visitar el mercado y mi papá llegaba a la casa con la compra ya hecha. Yo extrañaba aquellas salidas sabatinas, aunque no preguntaba por qué se habían detenido. Supe luego que por esos tiempos, la oscuridad había atravesado la puerta de la gracia; y la tragedia, que a veces no llama y se presenta, lo había hecho con Pasita. Su esposo perdió la razón; y en un acto de locura hizo cosas que lo llevaron muy lejos. Papá me contó que un conocido abogado penalista, un cliente que les profesaba gran cariño, lo defendió y logró sacarlo de la cárcel alegando enfermedad mental. Sin embargo, nada fue igual después.

Poco tiempo más tarde, Pasita se hizo cargo de un negocio de charcutería y quesos en el mismo mercado. Nosotros comenzamos a ir nuevamente cada semana a visitarla. El cariño era el mismo, pero algo se había ensombrecido. Finalmente, dejaron también el nuevo puesto y se mudaron a Los Teques, lejos de Caracas. Hasta allá fueron mis papás a verles. No supe más de ellos.

Cuando somos niños y el amor de verdad nos toca, se disuelve como si nada en la suavidad de los días. Allí está: en un roce, en la atención constante, en una mirada, en la llamada de un nombre, en las caricias de los que bien nos aman; atraviesa las superficies más delicadas y sensibles y pasa sin barreras hasta lo que yo llamo nuestra Fosa de las Marianas, ese lugar conocido como el más profundo de nuestros océanos...y allí  queda asentado, bajo siete candados guardado. La ventaja es que cuando el recuerdo es bueno, la voluntad abre con facilidad los cerrojos; y sin reloj que lo domine, ese amor y su memoria surgen y amansan amarguras, desazones, angustias y recuerdos.

Pasita nos dio cariño por muchos años, en ese acto afortunado, repetido y siempre distinto que involucraba gentileza, sonrisas, humor y dulzura. Ella, la reina de las frutas, en mi Fosa de las Marianas...

 

(*) Pavo: Se utiliza en Venezuela al referirse a alguien o algo que va a la moda, jovial, juvenil, alegre.

Nahir Márquez

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