Publicado en Caracas Anecdótica

 

Son espiritual                                             diciembre, 2018

 

Tocaban las ocho y quince de la mañana de un día de junio de 2014, cuando me disponía a cruzar una de las calles del Boulevard Raúl Leoni. Caminé por una callecita de servicio, llena de piedras distintas, de mar, de río, de montaña, de huecos ya sin piedras y ladrillos descoloridos, de árboles de mango. Esperé la luz verde del semáforo para atravesar hacia el lado opuesto de la avenida y me detuve a esperar el carrito “Vía Silsa - aviso amarillo, letras negras y rojas” que me llevaría al Centro Lido en Chacaíto, Caracas.

Los últimos tiempos habían traído consigo una rudeza que todos los venezolanos, o al menos una inmensa mayoría, llevábamos como podíamos. Ya en Venezuela tener carro era un lujo que no muchos podíamos permitirnos, así trabajáramos, hubiésemos estudiado toda la vida o ejerciéramos el mejor de los empeños. Tenían carro, por no hablar de cosas materialmente más onerosas, los que aún lo conservaban a duras penas, o a los que la inflación del 200 % o 300 % de ese entonces no les afectaba; conciencias y escrúpulos estaban en juego, por decir lo menos.

Así que en esas estaba, esperando mi carrito “Vía Silsa” que no aparecía y que cuando llegaba era una repetición aburrida y angustiosa de gente literalmente colgada de las puertas del autobusete a punto de explotar; cuando me di cuenta, al chequear el reloj por quinta vez, que la hora de presentarme en la oficina estaba inquietantemente cerca. La mañana empezaba con una reunión muy importante y yo aún estaba en El Cafetal, a una hora de distancia (con tráfico) de Chacaíto.

Recuerdo que en ese instante, inexplicable y relajadamente, dirigí mi mirada hacia el cielo y allí me quedé unos segundos, meciéndome entre las ramas de los apamates. Antes de bajar los ojos pensé: “Dios, ya sabes que tengo que llegar a la oficina, ya sabes también que no puedo irme caminando, sabes también que no puedo dejarme llevar por la rabia… ya sabes todo… ¡resuélveme esto ya!”.

Juro que cuando bajé la vista estaba frente a mí una visión: un moto taxi.

—Estoy aquí para llevarte, sabes que sí— me habló una voz ronca y suave que salía de un rostro moreno con serias cicatrices y sonrisa amplia y pícara.

Se llamaba Rubén Darío, tenía unos cuarenta años, llevaba un casco negro, chaqueta marrón y zapatos negros de charol.

Al principio pretendí ignorarlo, pero con atrevimiento de moto taxi caraqueño, un poco envalentonado y sutil, hasta con dulzura y una autoestima que ya quisieran muchos, volvió a afirmar con inteligencia terapéutica y con los dos pies bien afincados en el asfalto:

—Estoy aquí para llevarte, sabes que sí. Y además seguro que tienes una cita importante en tu trabajo y ya vas tarde. Tienes que llegar a tiempo y bien—remató.

Volví a levantar la vista como buscando apoyo en los apamates, pero cuando la bajé solo encontré de nuevo mi reloj, marcando peligrosamente unos minutos antes de las 9 am.

—Mejor que no. Yo nunca me he montado en un moto taxi— le dije sin saber a ciencia cierta lo que haría.

— ¡Mejor que mejor!— me dijo—.Te tocó conmigo, ¡tienes suerte!

—Mira, ven para acá, todo está resuelto, tengo algo especial para ti—continuó Rubén Darío—, mientras sacaba de una especie de pequeña cabina, en la parte trasera de su moto, un casco rosado.

Mis ojos se abrieron de par en par. Imaginé todas las cabezas que lo habían usado, sus olores, lo que escondía la cabina donde lo guardaba. Miedos, fobias, manías; todas a punto de esfumarse en unos segundos, empujadas en principio por el reloj.

Y continuó:

—Parece pequeño, pero yo te lo arreglo todo. Dame esa melena que yo te la ubico aquí.

No dije nada más, me acerqué a la moto sin creérmelo por completo; y dejé que con un ademán hábil y suave, de tantas cabezas vistas, Rubén Darío me acomodara el pelo en un moño nunca antes visto y me pusiera el casco.

—No te agarres muy duro, tienes que confiar en mí, yo te llevo con “cuidaíto”. —Agregó con calma—. Tú solo dobla cuando yo doble, aflójate y no te asustes si ves que los carros están muy cerca. Yo tengo todo controlado, tranquila.

Allí, agarrada de su cintura, entre El Cafetal, Las Mercedes, Chacao y Chacaíto, el miedo exorcizado con historias, música y regalos se hizo humo.

Nadie hasta entonces me había paseado por las colas de Caracas con tanta delicadeza y gracia, contándome en principio de su nombre, puesto por su madre, a quien le habían dicho alguna vez que era de escritor importante.

Rubén Darío era expresidiario. No hacía mucho que había salido de la cárcel. También era músico y dueño de una voz hermosísima. El blues le calzaba a la perfección, aunque aún no lo cantara.

—En la cárcel monté una orquesta. —Me decía—, mientras mi codo casi tocaba el suelo en una curva; y yo maravillada de no caerme a pesar de aquel atrevimiento con toques de desafío a la gravedad.  Al principio hacíamos salsa brava, ruda—seguía Rubén Darío—, pero luego cambié y empezamos a hacer un son espiritual. O sea, con Dios por delante, ¿entiendes?

En este punto, empezó a cantarme con una voz extraordinaria, profunda y brillante, que de tener escuela no sé dónde hubiera llegado; mientras me decía que cuando uno viajaba por la vida, lo mejor era estar arrullado por canciones.

—La cosa no es fácil—agregó—, pero si a uno le cantan, el asunto se lleva mejor.

Llegamos al Centro Lido.  Iba con mucho retraso, pero me bajé de la moto con una calma pasmosa, como saliendo de una dimensión desconocida. Me quité el casco rosa, le di el dinero y unas gracias que duran hasta hoy.

—Espérate un momento, ya va — se apresuró a decir Rubén Darío—. Toma, como eres inteligente y chévere, te regalo uno de mis discos con la orquesta. Espero que te guste. Recuerda: son espiritual.

La moto se alejó y el disco regalado se perdió ese mismo día, lamentablemente sin ser escuchado y por razones muy ajenas a mí; pero el casco rosa ha seguido de alguna manera en mi cabeza, “desafiando la gravedad” de algunos trayectos.

Cuando el recorrido me fatiga suelo recordarlo. No importa dónde me encuentre, sobre todo en las mañanas, a veces levanto la mano y allí está, recordándome que el viaje puede ser a veces sorpresivamente ligero. Evoco entonces esa travesía inesperada, donde confiar se volvió el amuleto que me mantuvo al ras del suelo sin dejarme caer y disfrutando del camino, como esos talismanes que no se tocan, los más poderosos, los que son de tipo espiritual.

 

Nahir Márquez

Comentarios: 0