Mathilde Wähner. Freising, ca. 1959. (Foto: Kurt Wähner)

 

Sapito y el amor elegido                                   diciembre, 2018

 

− ¡Vamos a jugar, que no hay nadie alrededor!−la invitaba Sapito. Y empezaban a darle patadas a la pelota dentro de la casa, chocándola con cuanto objeto se atravesara; hasta que un buen día abollaron la antigua garrafa alemana de estaño, regalo de bodas de la bisabuela.

−Vamos a darle la vuelta y a ponerla contra la pared−propuso Mathilde−. Así nadie notará nada.

Por veinte años nadie advirtió la diferencia, o así pareció.

Mathilde tenía el corazón de una amazona, de reto en reto había pasado la vida enfrentando algunas batallas, manteniéndose firme en otras y algo rígida a lo largo de ciertos desafíos. Cocinaba veinticuatro horas al día, se ocupaba de la casa y también alimentaba el acuario de su nieto, quien le rogaba que no les diera tanta comida a los peces. Ella insistía en que los pobres parecían tener hambre. Un día de abril se fueron todos juntos de este mundo, los peces.

Mathilde tenía buena mano para la cocina y lograba recetas deliciosas, esas que Sapito y todos los que la conocieron no podían olvidar. Era el caso de su milagrosa crema de espárragos, o el de las famosas Frikadellen, las albóndigas de jugosa carne que cocinaba cuando la tienda de diseño floral de la familia hacía horas extra por Navidades o en Semana Santa. Esas que los empleados esperaban a la hora del almuerzo como la tierra espera la lluvia y que se comían solas, entre dos panes, deliciosas, goteando “la buena mantequilla.”

Durante la Segunda Guerra Mundial y mucho después de ella, la mantequilla era algo inexistente. De manera que cuando los tiempos mejoraron, Die gute Butter (la buena mantequilla), como se le llamaba, se convirtió en un ingrediente esencial de la cocina alemana. Algunos coincidían en que Mathilde la utilizaba de manera invasiva, para muchos exagerada; hasta en el pudín de chocolate. Quizás fuese una expresión de los buenos tiempos, un símbolo de prosperidad, una celebración diaria de la vida. Que su gente estuviese bien alimentada era fundamental para ella. Decían los que la conocieron, que de tan generosa se olvidaba a veces de sí misma; y que su deseo de ayudar a otros era tan intenso como el sabor de su cerdo asado en salsa negra.

Terca y adorable era Mathilde, o como decía Sapito: “adorablemente terca”. A pesar de ser una magnífica cocinera, las salchichas blancas del sur de Alemania (ella venía del Noroeste, de Bad Neuenahr), no se le daban del todo bien. Die Weiβwurst (la salchicha blanca) no se cocina, se calienta durante un máximo de quince minutos antes de sentarse a la mesa, entre diez y media y once de la mañana, hora tradicional para comerlas. Cuando se daba la ocasión, Mathilde insistía con terquedad ciega en hervirlas desde las ocho y media de la mañana, pensando que seguramente los invitados llegarían más temprano. Las salchichas, a pesar de los consejos de Sapito, reventaban y algunas eran impresentables. Vergüenza total en una mesa bávara. Qué momentos aquellos, siempre había que ir corriendo a la carnicería a comprar otras. Cuando el carnicero advertía que Sapito entraba corriendo y con gotas de sudor en la frente, lo veía de reojo y le decía: ¿Cuántas? “Ella siempre pensaba que sabía, y que los demás estaban perdidos”, recordaba uno de sus nietos.

Según los bávaros, hay un “Ecuador” para la salchicha blanca, especie de frontera ficticia que se encuentra yendo hacia el norte, alrededor del río Danubio. Dicen ellos, que solo por debajo de esa frontera se prepara y se come bien ese alimento, acompañado por supuesto de la rica mostaza dulce y de los famosos Brezeln o panes trenzados. Las cartas estaban echadas... Mathilde estaba por encima de esa frontera.

Sapito y Mathilde eran buenos conversadores, y el mejor lugar para esas charlas resultaba siempre la cocina; y si la abuela estaba haciendo Schnitzel, mejor que mejor, pues el olor inefable y placentero de esas milanesas incentivaba llanas y profundas reflexiones. Lo llamaba Fröschlein, es decir Sapito, y era su nieto menor; a quien siempre le dejó comer lo que al niño le daba la gana, cosa que no fue del todo buena, pues Sapito creció almorzando solo milanesas de cerdo con salsa de champiñones. Ni la sombra de una liviana hoja de lechuga tocó nunca su plato.

En muchas ocasiones, mientras los demás ya se encontraban sentados a la mesa, él estaba junto a su Oma en los fogones, haciéndole preguntas y aprendiendo los misterios de voltear a tiempo una dorada y aromática milanesa. Más de una vez se le vio en una esquina de la cocina, sirviéndose a escondidas una de esas delicias crujientes que su abuela le adelantaba como aperitivo.

Mathilde era dura con las mujeres de la familia, y un tanto más condescendiente con los hombres de esta; hábitos de postguerra quizás, estructuras que ofrecen preservar la seguridad.

No se sabe bien por qué, pero así como Sapito era su nieto predilecto, Karin no era su talismán más preciado. No todo encaja idealmente en el universo familiar. Su obsesión era que esa nieta artista, pintora, bohemia, sensible, ensimismada y tímida, fuese una “buena mujer”. Sapito contaba que Karin, de educación y timidez desmedidas, jamás le contestaba en verdad, pero nunca terminaba por llenar las expectativas de su Oma, quien la consideraba poco menos que nada al no querer seguir al pie de la letra sus indicaciones para aprender a cocinar o limpiar, por ejemplo. Karin pintaba cuerpos desnudos, figuras sufrientes y abstractas, superficies y objetos apasionados, exaltados; uno de sus carteles había ganado en Berlín el primer premio para representar el Festival Internacional de Teatro Juvenil 1990. El póster estaba colmado de azules revueltos, tarimas brillantes, figuras llenas de un blanco alucinante y vivo, sillas flotantes…escuchaba Indie-Rock. El futuro de esa chica, −según Mathilde−, corría peligro. Karin no era domesticable...afortunadamente el arte le sirvió siempre de expresión y ayuda.

Dueña aparente del control y de lo que creía pertenecía al bien o al mal, Mathilde, dama que había atravesado la Segunda Guerra Mundial escapando de los bombardeos mientras se escondía con su hija pequeña de zanja en zanja para llegar de una ciudad a otra, parecía no tener tiempo para detenerse a considerar visiones opuestas a las suyas. Finalmente, había llegado a territorio seguro y acaso quisiera conservarlo a su manera.

Sapito formaba parte de una esquina lúdica y tierna del universo de su abuela; su caso fue diferente. Tuvo el privilegio de compartir con ella ese amor único, selectivo, elegido a veces por el misterio y que a veces toca vivir. Disfrutó las facetas de su corazón que la mostraban amorosa y dueña de un gran sentido del humor, las que la proyectaban más allá de sus discapacidades o limitaciones. Frente a él, sus oídos siempre prestos a escucharlo, su sonrisa constante en momentos de desasosiego.

Consagrados e intensos, así eran también otros aspectos de la vida de Mathilde. Alemana en orden, preparación y puntualidad, aplicaba estas virtudes no solo en casa, en la cocina o en la educación de sus nietos, también lo hacía para vivir su pasión. Dispuesta ante cualquier llamada de auxilio o necesidad de su familia, no hacía excepciones a este respecto… a menos que la visitara su gran amor: el fútbol. Al momento de un partido todo se detenía. Su entusiasmo era de fanático vehemente, conocía los nombres de todos los jugadores y les hacía seguimiento. Frente a cualquier partido del Bayern München, decía: “Ya saben, no voy a estar disponible”. Se iba a su habitación, se acomodaba en su poltrona, se cubría con su manta predilecta, se servía una copita de su barcito de licores privado y allí, a dos metros del televisor, comenzaba su aventura favorita. Solo Sapito podía interrumpir para acompañarla.

−Hallo mein liebes Fröschlein, sírvete un licorcito mi tesoro, pero tú mismo, ya sabes que ahora no puedo ni voltear a verte.

 

Para Wolfgang y Mathilde, y para todos esos amores salvados de cualquier tempestad.

 

Nahir Márquez

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