Audiencia con la reina
                                              agosto 2021

¿Recuerdas los bordes dorados? Apenas entraban en la boca se disolvían, crujientes y suaves, junto a unas pequeñas partículas de azúcar que también estallaban de pronto, ligeras. Y la textura…esponjosa, pero no demasiado, firme, con un punto de humedad perfecta. Yo siempre cerraba los ojos y me quedaba allí, saboreando aquello lentamente, mientras sostenía con firmeza el vaso de leche fría en mi mano izquierda.

 

Viéndolo recordar aquello, percibí como mi primo Daniel cerraba de nuevo los ojos y sonreía. Habían pasado más de veinte años desde aquellos bordes dorados y crujientes, esos que contenían diminutas partículas de caramelo, las que se adherían sutilmente a los dientes y desaparecían raudas en el firmamento del paladar, fugaces, como microscópicas estrellas de los días domingo.

 

Para tener acceso a los bordes dorados había que atravesar una puerta de madera clara y cristales verdes; y un largo patio descubierto con pisos de mosaicos rojos. Comenzaban a cobrar vida, los bordes, los domingos por la mañana, cuando en silencio (era una mujer de pocas palabras y acciones certeras), mi abuela tomaba posesión temprana de su reino: la cocina, un lugar donde casi siempre había un compromiso con el placer, ese que nos hacía sentir a todos en casa. En domingo, yo a veces dormía, pero solo escuchar el ruido de sus pasos y el tintineo de moldes y utensilios, provocaba en mí un extraño efecto: que siguiera durmiendo un poco más, soñando con las delicias que se aproximaban. Yo sabía que algo bueno venía: un brazo gitano con jalea de guayaba, una torta María Luisa con natillas y ciruelas pasas… no, seguro esa no, porque esa era para ocasiones especiales, como el cumpleaños del tío Nelson...quizás nos sorprendería una mousse de chocolate con almendras acarameladas, o la más común y descollante, la reina de los domingos: La Torta de Harina Corriente, como la llamó siempre mi hermano.

 

Ella era una reina, pero no desfilaba delante de ningún público, el público familiar desfilaba frente a ella. Sentada en su trono de metal, una tortera alemana con asa de madera en forma de esfera, esperaba a sus visitantes a partir de las cuatro de la tarde. Mientras tanto, el maestro de la seducción, amigo inseparable de la reina, se hacía cargo de la casa: era el aroma tibio, avainillado y dulce que nos llevaba a todos, irremediablemente, hasta ella.

 

Cada quien cortaba en silencio su trozo y lo comía con extasiado placer, para después de veinte o treinta años, volver a cerrar los ojos como al principio recordando aquellos bordes dorados, suaves y crujientes, los de aquella torta siempre viva, la de vainilla o harina corriente, la torta de Mamá Teotiste.

 

Nahir Márquez

Elaborado para el taller: “Escribir con los 5 sentidos”, con Rosa Ribas. Intituto Cervantes, Frankfurt

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